The Old Lady


La vieja piedad que subió a la custer en traje de quinceañera tenía el pelo rojo, la boca desdentada y el pantalón a la cadera mostrando el mustio ombligo. Al caminar en busca de un asiento iba esparciendo un olor a orines de cantina. Como el buen boy scout que fui, le hice un espacio y le cedí el asiento al lado de la ventana. Luego de pasarse la lengua sobre los resecos labios, la old lady me miró, quiero creer que con gentileza. Emitiendo un sonido gutural que debe haber sido un gracias, sentí su boca tan pestilente y de seguro infecciosa tanto o más que las fauces de los dragones de Cómodo. Sentía sobre mi cara el papel mojado de su respiración, su entreabierta boca y sus ojos replegados entre los pellejos y el maquillaje. Tras un crujido, la miré sollozar y llevarse las gruesas y enjoyadas manos sobre la apergaminada piel de su cara.

-Tan mal me veo? – dijo con voz áspera y aun alcoholizada. Volteé como buen samaritano, pensando que podría consolar a tan abatida mujer, pero su ánimo era tan turbio que me expulsaba del asiento, tan turbio que me amenazaba con el cuello de una botella rota. Mis buenas intenciones aunque ridículas eran ciertas como los años de esta mujer, como los muchos amantes que de seguro la maltrataron y la dejaron en esos grisáceos despojos que ahora, pintarrajeada sin vergüenza y con temeridad, atentaba contra el timorato y encarnecido adolescente que suelo ser cuando caigo en la más desnuda bondad. Caray, que era una anciana.

Se siente bien?–le pregunté, tan tartamudeado que apenas emití un susurro. Pasado un tiempo considerable y sin que escuche una respuesta me di con la satisfacción de la buena intención mostrada, aunque caída en saco roto. Mas al rato, luego de una frenada intempestiva y de que cerrara la ventana, intensificando de esta manera el olor de la más aberrante corrupción, léase contradicción, de la humana y animal naturaleza, mujer de ochenta primaveras disfrazada de quinceañera, volteó hacia mí su resaqueado rostro.

Me siento mal –susurró con una voz tan cavernosa como una marea de oscuras cavidades. Me hice el que no le había escuchado y seguí mirando, con el riesgo de una eminente tortícolis, al otro lado de la calle que fluía hasta ser un paisaje borroneado. Tomé aire y volví a mirar su rostro. Vi a una anciana maltratada por la vida.

Me siento mal –volvió a decir con la voz quebrada y con serio riesgo de desaguar lo que sea que estuviera conteniendo su hundido estómago. Lo peor que podría pasar, pensé, es que desagüe todo lo bebido sobre mi escueta persona.

Quiere vomitar? – le contesté realmente preocupado y atento para zafar del asiento a la llegada del buitre. Ella me echó encima una mirada descompuesta y sorprendida, sin embargo, al final del efecto de mi pregunta afiló el ceño y juntó las cromáticas cejas: y yo intuí en carne propia, encarnada la astilla, la ascensión de lo bebido, denso y cargado de la más abyecta humanidad.

No... quiero llorar – alcanzó a decir con los ojos ya empozados, aguas negras producidas por los kilos de delineador usado en resaltar la forma de sus ojos largos. Llevó sus manos hacia ellos y de ahí a las sienes, las que presionaba con los tres dedos. Sorbió con un ruido estentóreo los mocos que se le empezaron a caer junto con las lágrimas. Con la torpeza de manos palmípedas se enjugó el rostro y como si evitara que algo fuera a estallar dentro de ella aguantó la respiración. Yo la miré en silencio sin saber qué decir ni qué hacer para calmar a esta colorida estampa de la dolorosa. Traté de pensar en algo que evitara su líquido derrumbe pero sin resultados. De pronto me miró, acercó su enjuta y enrojecida boca, puso su goteante mano sobre mi pierna izquierda y me hizo una pregunta que el hedor de sus palabras me impidió escuchar. De nuevo se lanzó pero con el arma química de su boca apuntando hacia otro lado:

-tu le pedirías plata a tu hija?

Con la duda de si pararme del asiento, responderle o hacerme el tercio, me quedé en blanco y ella sacó la mano de mi pierna, mirándome expectante. Al rato contesté:

-Si tuviera una hija y estuviera realmente en aprietos, pues, sí, sí le pediría plata a mi hija –dije con una resolución tan mal llevada que a la old lady no le costó trabajo percatarse de mi inepta manera de enmascarar mi repulsión. Y de nuevo la mirada hostil, esta vez, lanzada con toda la intención de arrollar mi mal asumida bonhomía.

- Mal hombre... cómo le vas a pedir plata a tu propia hija – agregó mientras un temblor le recorría toda su trajinada anatomía. La miré ya desde una manifiesta aversión y en la medida que aquella actualizada reliquia de los bajos fondos parecía calmar su paroxismo, desistí de la tensión puesta en los músculos a fin de esquivar cualquier fluido que amenazara mi integridad. Luego de un tiempo muerto escuché el rastrillar de su arma química, de sorpresa el escupitajo, cargado y letal, fue lanzado menos mal con tan poca pericia que sólo me llegaron las esquirlas, quedando el total del verde bolo excrementicio sobre el propio cuerpo de la agresora. Un fluido verde-sanguinolento, grumoso, viscoso se derramaba por su flaco muslo.

Vividor! – vociferó, apartándome del asiento con su brazo huesudo. Atravesó la custer y se bajó, no sin antes insultar al cobrador y dejar una estela de liquido pestilente sobre el piso.

No comments: