A quien todo le duele es porque viaja sentado


Las versiones del mundo son barcos que navegamos con cierta presunción de creer que en él llevamos a los nuestros, aunque lo usual es que la mayoría, por querer viajar acompañado, aborde la finca más grande y espaciosa y otra vez glande, donde todos lleguemos sentados sólo con rozarnos o darnos una que otra mirada escondida, digna de traficantes de órganos humeantes. Estos barcos tienen que sortear escollos y costras levantadas, o sea, lo que hay debajo de ellas, sangre seca y revuelta como medusas en la arena. No zozobrará si te amarras a su mástil y te vuelves su eje, lo que la equidistancia del cielo y el mar, lo blanco y lo azul o azul y amarillo. Ahora bien, hay que reconocer que cada embarcación, como a cada pescado le pertenece su hedor, le corresponde una singular naturaleza, ya sea de madera o de plumas y/o ambas. Ello es la vorágine de los indecisos, leporelos crudos, quienes al optar por una resolución deben atravesar muros de marejadas enhiestas, una fila de pelillos erizados, tal partisanos a punto de ser fusilados, por la electricidad del cuarto menguante. Y no sólo eso, sino que tendrán que esquivar los escupitajos, desde las esclusas, de los lirondos caballitos de mar, leporelos cocidos y fosforescentes, buenos para nadar en cualquier rugosa superficie: una mano roída por los gusanos o una ensalada de queloides en la cara. ¿Acaso puedes brillar sobre una mesa de plumas o en su defecto volar con astillas en la silla? Si tu respuesta es sí, entonces, infecta alma caritativa, llévame en tu viada.

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