Resaca de un mea culpa


I

Estamos en un local abarrotado de gente y ruido, celebramos la vida. Soy el único chico en una mesa de mujeres, todas ellas compañeras de la oficina, una oficina que sólo sirve para perder nuestro valioso tiempo por un puñado de monedas. El alcohol me aniega y yo pierdo norte, camino sin orientación, mas respiro. La inundación deja una isla para las funciones motrices básicas o, acaso, es que ellas funcionan bajo el purísimo alcohol. Dejamos el local. Camino y hablo lo que no debo hablar. Mi deseo me lleva de la mano como una madre. Me acerca a una compañera de oficina que, extrañamente, pretendo sin saberlo, quien también está tomada pero no ebria. Luego, se cierra el telón. Despierto en una habitación desconocida. Alzo la vista y la claridad del día me golpea, veo unas cortinas rojas, escucho el tráfago de una avenida demasiado transitada. No estoy en mi casa y lo que es patéticamente peor nadie me acompaña en esta cama ajena. Me levanto aturdido y hago una llamada a S. Me explica cómo he llegado aquí, un hostal. Le agradezco a mi amiga por su práctica manera de salvar la vida del montón de carne curtida en alcohol que fui. Voy al baño, me exprimo desde la cintura hasta el cuello, vomito y la cabeza empieza a latirme. Vuelvo a la cama y descanso. Por la noche, llamo a mis otras dos amigas para disculparme por el accidente de imponerles mi inconciencia y, sobretodo, mi torpe cuerpo de animal sedado. C, la chica a la que pretendí en mi inconciencia, me disculpa no sin dificultad. Me dice que no puede creer todo lo que le he dicho y hecho, que ha sido demasiado. Le digo que no recuerdo nada, que no fue mi intención hacer que se sintiera incómoda. No me cree y me vuelve a insistir si realmente no recuerdo nada. Le digo que no, que nada de lo que haya dicho o hecho esa noche está en mi memoria. Se extraña y me dice que ya no importa, y con tono de madre resignada agrega que no lo vuelva a hacer. Me disculpo nuevamente y corto, perdonado pero compungido por la vergüenza.

II

Cuando estamos en el almuerzo, los retazos de lo que fui esa noche empiezan a aparecer en la boca de C, así aparezco tambaleante con las manos inquietas, posándose en tibias zonas que no son permitidas para los amigos. Aparezco también balbuceante y brutalmente honesto, lanzado por mi deseo contra la menuda persona de C. Esos retazos que ella no ha podido digerir, puesto que apenas habla de ellos con perífrasis, me hace sentir que ahora me teme. Me siento un poco apenado, mi deseo me ha hecho ver como un monstruo, aunque más propiamente como un sátiro, al menos, según los fragmentos que C ha ido soltando para el solaz de nuestras sobremesas. A pesar de mi timidez, aquello no me incómoda, hace mucho que la doxa ha dejado de generarme mala sangre, aunque siempre es una lucha constante. En otro día y en otra sobremesa, aparezco girando de un poste, colgado de un brazo, según S, bailando como una estriptisera del show de la barra. Todo lo que dicen me suena como si hablaran de otra persona. Obviamente no me afecta porque no fui consciente de ello. Lo que me interesa saber es cuánto de mí, de ese yo que no veo, hizo posible aquello. En todo caso, interesante sería que ese yo aflorado también pudiera ser invocado sin necesidad de dichas bebidas espirituosas. Aprendizaje de la ebriedad?. Como sea, desinhibido por el alcohol, pude lograr toda esa performance indigerible para la pobre C. Por otro lado, si bien su indigestión se debe a mi exceso, también, creo yo, a su forma de ver el mundo. Ella es la persona más centrada que he conocido, quizás por eso vive de manera equidistante de sus emociones. Además, tiene un envidiable sentido de la responsabilidad, que le fue entregado por las circunstancias y que ella se empeña en pulir llevándose trabajo para su casa, cosa, esto último, que repruebo tajantemente. Además, es un ser bienpensante, y no de la boca para afuera, como la mayoría en estos tiempos profanos, sino desde su pequeño gran interior, que imagino amoblado con la fornitura de la belle epoque. Jamás le he escuchado pensar algo oscuro del prójimo, se diría que todos los días se despierta con el corazón levantado, es decir, en un estado de bonhomía tan natural como amanecer con un día de sol. Yo sé que su claridad está en sus huesos, es su esencia, aunque ella se empeñe, de pura humildad, en atribuírselo a los frutos de su religión. C es católica, apostólica y romana practicante. Su fe no es rígida aunque la defiende como si defendiera a alguien de su familia. Esta flexibilidad ante la vida, a pesar de ser una comprometida seguidora del dogma católico, la desarrolló de pequeñita cuando se preparaba para ser bailarina de ballet, así su flexibilidad corporal ha devenido en otra espiritual, razón por la cual soy su amigo. La primera vez que debatí con ella desde mi postura más escéptica, comprobé que su posición era imponente y maciza como una iglesia románica. Más también, debo confesar que las siguientes veces que he buscado la madeja de su dogma ha sido por simple afán provocador, cual gato que juega con las hilachas de la abuela. Es más, creo que este ánimo pueril es el que ha aflorado la noche áquella y me ha llevado, desde una exaltada arrogancia pagana, a desplegar una especie de caridad sensual empeñada en tentar con mi escasa carne a la buena de C. Obviamente, no fue su fe lo que me impidió saborear mi oscuro objetivo sino su sensatez.

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