Nadadora de tabaco



Salir a flote no es fácil en una oficina que parece una cuyera siniestra. Trabajamos recluidos de la luz natural, inhalando nuestras exhalaciones y demás tóxicas emanaciones, esquivando cual contorsionista los verduguillos helados que nos lanza, si no nuestros compañeros, el malogrado aire acondicionado. El que menos tose. Maconinha, por ejemplo, que lleva un cinturón de huayruros para evitar el mal de ojo sobre su antífona, tiene accesos de tos tan fuertes que no es raro verla mudar su habitual palidez pintarrajeada a un tono violeta parecido a la tísica flor de papa. Como decía, no es fácil salir a flote de este pantano de pantallas sino fuera por la música que me acompaña en mis horas de hastío, es decir, de trabajo. Ahora mismo navego la gitana península de los metales con Beirut y su Gulag Orkestar. En ella confino mis afilados huesos y mis escasos minutos de lucidez se van flotando. Así pierdo el tiempo con la sensibilidad agudizada por mi falta de vergüenza. Ya se ve que la naturaleza humana es sabia, compensa nuestros inefables yerros con imaginarios atributos. En todo caso, puedo decir que soy tan ligero que la música resulta suficiente para hacerme flotar por sobre mis compañeros de oficina. Desde aquí los veo tan pequeñitos como hormigas ajetreadas, corriendo de un lugar a otro, envueltos en cosas tan dulces e insignificantes como redactar memos y oficios inútiles. o sea, basuritas melosas con las que se entretienen los oficinistas y, claro, las moscas. En medio de esas corrientes oscuras, por las moscas, me encontré con G, alta y robusta, y con la medida justa de audacia para vestir. Verla envuelta en un manto morado sobre un vestido negro de falda larga anudado por un cinturón andino muy colorido, que debe tener algún nombre quechua que aun no puedo memorizar, es una experiencia antropológica. G tiene la talla del lanzón monolítico de Chavín, así que verla con lo dicho puesto te da la sensación de estar viendo venir un elegante lanzón directamente a tus narices, es que su aprensiva belleza se impone de golpe, rotunda y sonora como una cachetada. Aunque al parecer de mis queridas amigas de oficina, G sólo se ve armoniosa, en especial, cuando más arriesgada es su indumentaria. Como sea, a parte de compartir el color modesto, G y yo tenemos la misma pasión por la música. Gracias a ella puedo dejar esta oficina bajo mis pies, y dejarme llevar por sus perfumadas volutas de humo de tabaco, pues, mi querida G es fumadora, y no cualquier fumadora, sino de la vieja guardia, y no por edad, malpensada lectora, sino por nadar, teniendo en cuenta que el alma adora nadar, según Michaux, a quien le creo más que a mi confesor, el purísimo alcohol. Porque con G no se conversa, se nada, así de agradable me resulta hablar, perdón, digo nadar con ella. Mi nado con G no sólo estimula la parte más pequeña y volátil de mi cuerpo, mi mente, sino toda su escueta presencia. Me baño de ella, me inundo de ella, de su atención prestada, de su humo, parte importante de su misterioso encanto, y de su talla. Le comparto mi música porque sé que luego voy a poder obtener toda su atención. Me escucha hablar sobre esta música celestial con la misma concentración que ponen los curas cuando, cual gatos al hacer sus necesidades, dan oración. Su sensibilidad sin duda le viene de su vocación por el arte, pues, además de ser madre de cinco adorables criaturas, a quienes cuida con el mismo esmero con el que trabaja, G es pintora.

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