Lucky (laqui)


El domingo por la tarde tosí y sangré y me asusté y me fui de emergencia al hospital donde me tomaron una placa toráxica y no me pasó nada más que la fiebre que me acompaña como mi desaparecida perra Laqui (lucky), quien me mira desde cualquier lado, quien me espera para hacerme cruzar el puente de cabellos humanos hacia Sirio o Alfa centauro. Laqui, la suertuda de la familia, recogida luego que la atropellaran y la dejaran descuajeringada para toda la vida, su vida, que fueron catorce años bien vividos, puesto que conoció tanto perro por delante como perra por detrás. Naturaleza más libre que ella no he conocido en el mundo animal, que es el que me rodea aquí en la oficina, ínfimo mundo de nebulosa y ruindades. Lucky vivió porque no paraba de comer. Uno le acercaba la cacerola con leche y ella no dejaba ni una gota. Todo lo que pasara por su boca terminaba en su insondable estómago, manía esta que luego de adulta le trajo no pocos sufrimientos. Cuando la recogimos la mantuvimos escondida en el cuarto de mis hermanas, quienes fueron cómplices de mi hermano y este su flaco servidor de cambiarle el destino por uno más humano. Llegó al cuarto, a escondidas de nuestros padres por tres motivos: el primero, no caminaba, el segundo, era la perra más fea del mundo, lo que la hacía adorable y tercero, ya teníamos una perra, Mafalda, y dos gatos, Tomasa y Leporino. Ah, también había un cuarto, del que no sabíamos mucho en ese momento: la escabiosis canina. Mientras la teníamos escondida sólo nos preocupábamos por mantenerla alimentada y mimada. Una vez que nuestros padres aceptaron a Laqui, gracias a la mediación de mi hermana mayor, quien ya se había abocado a formar su propia familia, así que era una adulta hecha y derecha, la llevamos al veterinario para curarla con un tratamiento que, sumado a nuestra dedicación, dio el resultado esperado, eliminamos la escabiosis. Así la suertuda volvió a caminar, descuajeringadamente, es cierto, pero podía moverse a sus anchas, ladrar todo lo que le amenazara y perseguirme para morderme las bastas del pantalón. Jugar con ella era parte de su rehabilitación. Aun recuerdo llegar del infiernillo de mi colegio para ir a jugar con ella. Además de ser suertuda, Laqui era agradecida, pues nunca me mordió en ninguno de nuestros juegos, ni de adulta cuando la torturaba como para que lo hiciera.

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