Y el jefe de la tribu dijo


debías de tener como crisma de santidad
una corona de cerros verdosos y no
este maldito desierto alrededor de la nuca
mas no de arena donde los rosados pezones
terminan como dos pececillos boqueando en las cenizas
de un holocausto yunga ofrecido a las rezagadas nubes
para la estación seca de las pantorrillas
abras en la espesura del pubis paracas de albúmina
y los muslos reciban con devoción la espuma
que brota sobre las muertos al galope de las horas
un pulso que se expande en neblina atienda
la sinuosa corriente que corre por la espalda
donde sumerja los dedos ensangrentados el ungido
para seguir descalzo y sediento de caminos

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