Ulises

I

De pronto comprendí que toda mortificación provenía de tu espalda
y sobre todo de no saber ensuciarla debidamente

después de todo la repugnancia me convierte en un mártir frente al espejo
—la imagen es siempre devuelta a la noche encerrada entre tus brazos
a su gentil tregua acomodada en la desesperación de un adolescente—

Ya deberías saber que eso es todo lo que te puedo ofrecer,
a parte de un vicio estúpido adquirido en la tierra de los feacios:

cubrirme el cuerpo de heridas para luego ser lamido por mi gata —no le des más vueltas, me dijo el psicoanalista, detrás de todo sacrificio se encuentra el complejo de Edipo— sin embargo, no había tomado en cuenta el blanco motivo de tu espalda, a pesar de haberle dicho
que las líneas de tu cuerpo me recordaban el mar
huyendo como un hermoso mamífero ondulado por el viento
como un arcángel de aluminio rondando mi cabeza que deja
sus sentencias encendiendo y devorando rápidamente
los sueños apelmazados en mis cabellos por el humo del cigarrillo
como un poema que se escribe sobre nosotros, una larga sombra que nos dé alcance. Hay algo para mi que tenga sentido fuera de tu cuerpo sometido a los rigores de la palabra ? Necesitaba decírtelo, Penélope, ya que con mi silencio siento que de alguna manera exorno tu falta de voluntad para dejar de fumar y acaso tus nuevas manías adquiridas con el tiempo y la distancia.



II

Y están tus medidas tomadas contra cualquier manifestación de intolerancia. Las columnas de humo que se elevan por toda Lima no son señales de tu cuerpo, Penélope, sino sólo la quema de basura y en algunos casos los holocaustos ofrecidos por los yungas a sus dioses familiares.

No le creas a los viejos sibaritas cuando te dicen que En determinadas horas de la tarde se dejan invadir por tu soledad, y hacen de todo rechazo posible una coronación, todo cuerpo desechado en la orilla del día venidero guarda en su interior sentimientos de culpa en sutil batalla contra el amanecer.

Mientras caminaba por las calles del centro una paranoica mosca me rondaba la cabeza, clara Penélope: qué de los que durante días siguieron los invisibles caminos que llevan al sol
del este al estón?

la limpia caída de aguas rodaba sobre tu sombra
como una manzana demasiado silenciosa y transparente para ser
tenida por una caída y roja manzana.

Entonces quedaba descubierto el lento mecanismo que movía las cortinas mientras se adhería la herrumbre a las patas de gallo para desbaratar tu cabellera y su aparente armonía con el paisaje marino entonces había que derrumbar todo los monumentos por el salitre de la brisa y la arena y sobre todo alzarle la falda a la hermanita de Ancón, esperando llegue al esplendor al primer toque de diana, hacia su más secreta y a-tercio-pelada victoria lejos de los viejos sabios todos los movimientos que se originan y terminan en uno mismo auto-inculpándose son ciclos de inmolación, Penélope, estaciones firmemente consumidas por tus manos
blancas
como tu espalda.

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