Alberto Hidalgo (Arequipa 1897 - BsAs 1967)

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Era una negrita de diez y ocho años, a mucho dar. Ni delgada ni gorda, al caminar movía el cuerpecito horizontalmente, en forma de oleaje, con una gracia impar, imponderable. Dentro de las órbitas tenía dos lámparas de 600 bujías que hacían un consumo arruinador de kilowatts. Iba de aquí para allá, iluminando los rincones, bailando como sobre cuerdas de circo en las miradas que los hombres le tendían. Todos teníamos ahuecadas las manos, de tanto agarrarle imaginariamente los senos: dos globitos de jabón, blandos como la leche, cuyos pezones se nos entraban inevitablemente por los labios. Yo sabía de memoria los puntos cardinales de su cuerpo. Conocía el camino de su sexo, podía trazar el plano de su voluptuosidad. Y en mi boca guardar el sabor de sus cabellos, de sus piernas, de sus axilas, de su humedad, de sus sudores, de todo.
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En cuanto un hombre es desairado por una mujer, debe considerarse enamorado de ella. Obré de acuerdo con esta pragmática. ¡Estaba enamorado, y de una prostituta! Me aventuré en los usos de los amantes sin suerte. Una tristeza enorme se apoderó de mi espíritu. Y mi cuerpo empezó a trasuntar soledades de mi corazón. Mis ojos se oscurecieron como dos estanques. Perdí el apetito, la tranquilidad, el ápice de bonhomía que me restaba. Desde mi mesa la veía pasar con una avidez inaudita, lamiéndole el cuerpo con los ojos, desnudándola, oliéndola como un perro, poseyéndola cabalmente.
*Tomado de "Filosofía Negra", relato que integra el genial libro Cuentos de Alberto Hidalgo, Talleres Tipográficos, 2005, Lima-Perú. (Edición de Álvaro Sarco)

Final del tragador de humo

Una de las pasiones que abandono
es el humo que me daña Lo dejo
como dejaría a una novia
Que vive para humillarme
Haciéndome insignificante
Accesorio de su deseo El blanco
Donde cebara su ira
Mi garganta
cual los libros que un día
destazó por placer De verme recoger
las hojas esparcidas en el suelo
como sangre arrojada en el baño

Valetudinarios Cía.


La semana pasada me convertí en un surtidor de verde materia. Ingentes cantidades de flema salían de quién sabe qué oscuras profundidades de mis pulmones, por lo demás, dos viejas bolsas de papel bulky. Así, aquejado por una bronquitis aguda fui el mártir de la oficina, ya que no falté casi ningún día. En realidad, la afección nunca me indispuso como para faltar, mas sí me incomodaba. Cada diez minutos tenía que ir al baño para descargar la flema que parecía se me iba salir por ojos, oídos y todos los poros de la cara. Las tibias palabras de apoyo de mis compañeras eran llamadas de atención, ya que consideraban que debía estar descansando y no andar metido en la oficina, con el terrible riesgo de contagiarles; lo que, por supuesto, era mi oscuro propósito. Como sea, recibía agradecido su preocupación. Sin embargo, la inmensa QWERT, quien debe bordear los quince años bisiestos, mostraba su atención por mi deteriorada salud con un extraño gesto de solidaridad. Éste consistía en reducir a la insignificancia mi mal, haciendo para ello un listado de sus dolencias, que iban desde extrañas punzadas en la mano izquierda, lo que podía presagiar un fulminante paro cardiaco, hasta la anemia producida por los minúsculos miomas de su virginal cuello uterino, que podía convertirse en un cáncer. No sé si su intención era levantarme el ánimo o exacerbar mi somática cobardía por la decadencia del cuerpo. En todo caso, lo que sí lograba era desviar la atención de mis compañeras hacia su adiposa e hipocondríaca personalidad, efecto que, por lo demás, me tenía sin cuidado. Quizá, creo yo, era su forma de hacerme sentir bien, y mostrarme que a pesar de mi afección debería sentirme dichoso, pues, no estaba en los umbrales de la muerte, como ella decía sentirse.

El hombre que no podia dejar de masturbarse

Me masturbo tanto que me estoy enamorando de mí
dice la tradición que los narcisos mueren ahogados
por la fascinación de su reflejo
y dice mi experiencia que los gatos suelen purgarse
con las flores de sus orificios (de los narcisos)
Pero esta camisa me aleja tanto de mí
que en el espejo ya ni me reconozco
Una vela parchada ondea en medio del océano, seré yo?

Y el jefe de la tribu dijo


debías de tener como crisma de santidad
una corona de cerros verdosos y no
este maldito desierto alrededor de la nuca
mas no de arena donde los rosados pezones
terminan como dos pececillos boqueando en las cenizas
de un holocausto yunga ofrecido a las rezagadas nubes
para la estación seca de las pantorrillas
abras en la espesura del pubis paracas de albúmina
y los muslos reciban con devoción la espuma
que brota sobre las muertos al galope de las horas
un pulso que se expande en neblina atienda
la sinuosa corriente que corre por la espalda
donde sumerja los dedos ensangrentados el ungido
para seguir descalzo y sediento de caminos